domingo, 13 de diciembre de 2015

Cuatro narradores en órbita




El objetivo de este post es presentar juntos, pero no revueltos, a cuatro narradores que no tienen nada que ver entre sí, pero que que tienen en común aportar propuestas consistentes, alternativas y necesarias, estructuradas por el riesgo y la ambición narrativa. No sé si por casualidad o por otro motivo han aparecido en editoriales independientes (o de línea editorial independiente, como Caballo de Troya, pese a pertenecer a un gran grupo), mostrando que buena parte de la mejor narrativa actual no encuentra ya acomodo, o no lo busca, en los grandes grupos. Como decía hace poco la crítica y periodista Anna María Iglesia, “la neo-etiqueta de novela literaria es la prueba de que la literatura ha dejado de asociarse con la escritura”. En efecto, cada vez más “novelas literarias” (novelas a secas hasta hace un par de lustros), deben refugiarse en editoriales pequeñas o medianas, regidas por la valentía y el arrojo. Y esperemos que nos duren.


Luis Rodríguez, La herida se mueve; Tropo, Barcelona, 2015.


La novela de Luis Rodríguez es uno de los mayores desafíos que puede afrontar un lector de narrativa actual en castellano; la radicalidad de su planteamiento me recuerda a algunas novelas de escritores argentinos (Chitarroni, Katchadjian, Libertella). Adelanto un extracto de la reseña que aparecerá en el número de la revista Mercurio correspondiente al mes de enero:

“Los personajes de La herida se mueve no se preguntan el porqué de las cosas ni de sus actos, sólo los ejecutan; el narrador anota no sólo los hechos que suceden en la obra, también los que no acaecen (p. 96, entre otras), aludiendo a lo azaroso de cualquier desenlace. Las citas del Monsieur Teste de Valéry pueden apelar a la incapacidad de Genaro de pensarse y entenderse. Algunos tachados esparcidos aquí y allá hacen dudar al lector de si está leyendo una historia o la escritura de una historia. Algunos caracteres reaccionan inesperadamente ante los estímulos y otros se estimulan con lo inesperado; pequeñas historias se insertan con las demás tejiendo un corpus textual en el que todo, literalmente, es posible.”

La herida se mueve, en mi modesta opinión, no es una novela recomendable, es simplemente obligatoria.



Cristian Crusat, Solitario empeño; Pre-Textos, Valencia, 2015.


Creo que la mayor reticencia que genera el monólogo interior es que, salvo escasas excepciones, no suele ser demasiado veraz, no nos resulta demasiado verosímil respecto a la auténtica cadencia de nuestros pensamientos. Por ejemplo, siempre he creído que Joyce acierta más en el modo de exposición de la cadena mental de Gretta (“The Dead”, Dubliners), que en la de Molly Bloom en el Ulysses. La diferencia entre ambas exposiciones es que Gretta tiene que compartir su discurso interior con Gabriel; es decir, es un monólogo interrumpido por su interlocutor y enunciado en voz alta de forma discontinua –porque no puede llarmarse “diálogo” a lo que ocurre después de que Gretta oiga en la calle la canción “La joven de Aughrim”–. El torrente de sentimientos de Gretta asola a Gabriel y devasta su deseo, dejándole inerme ante la aparición de la muerte de Furey recreada por su esposa. Gabriel puede "oír" el monólogo interior de Gretta y por eso Joyce nos dice que "Un vago terror se apoderó de Gabriel ante su respuesta".

Creo que el secreto de los cuentos de Crusat es que constituyen una memorable exposición contemporánea del monólogo interior; es decir, creo que nuestro cerebro se cuenta la existencia como lo hacen los narradores de sus relatos: van siguiendo el hilo del presente de la historia contada (no de la narración, casi siempre en pasado) hasta que algún estímulo (como la canción para Gretta) dispara el gatillo de la memoria y retrotrae la “acción mental” hacia diversos puntos del tiempo y del espacio. Es decir, que esos recuerdos que salpican los textos funcionan como agujeros de gusano que quiebran la línea espacio-temporal de sus relatos, llevándolos a otros mundos narrativos, sin abandonar en ningún momento la trama principal, a la que vuelven durante unas páginas, para abandonarla algo más tarde por una nueva deriva nostálgica, casi siempre sentimental o afectiva.

Observemos el cuento “Conductos”, de revelador título, que tiene como fin argumental explicar cómo se conectan las historias y los sentimientos, y como fin estructural desvelar la poética cuentística de Solitario empeño mediando el libro; su protagonista, Molly D, otra Molly mentalmente dispersa, cuida de un niño en un hotel aunque tiene la mente puesta en un relato que escribe y con el que se va conectando: “(…) pregunta el niño cuando esperan a que se encienda la luz del ascensor. Ella lo mira y le tira del lóbulo. Al hacerlo, vuelve a pensar en su cuento” (p. 82). Y un poco más adelante: “Sin ninguna razón e particular, comienza a pensar en el chico con el que lleva saliendo tres meses” (p. 83); “Abre su cuaderno y durante una docena de minutos no escribe nada. (…) Tras ese intervalo de tiempo, finalmente, pensará en el chico de origen alemán con el que se acostó el día anterior” (p. 84). La fluctuación constante entre la realidad de Molly y el cuento que escribe es la que tiene el lector con los cuentos que reúne Crusat a lo largo del volumen: reproducen su forma de divagar. Respecto a la “poética” incluida en el mismo “Conductos”, una disquisición sobre la idea de centro y vacío en el cuento (pp. 90-91), entiendo que es una remisión directa al excelente ensayo sobre el relato breve El vacío y el centro. Tres lecturas sobre el cuento (2002) de Ángel Zapata.

El descrito mecanismo de extrañamiento creado por Crusat provoca algo que me parece sensacional, y que seguramente me hace leer uno tras otro sus libros con adicción: el naturalismo con que están contadas sus historias es el paradójico irracionalismo literario perfecto, pues la mente de sus protagonistas (y, por ende, la nuestra) se deja llevar por las emociones o las distracciones, perdiendo la razón del presente, abandonando el aquí y el ahora, para perderse en el naturalismo de otro espacio-tiempo. Es decir: aunque todos los entornos, argumentos, tramas e historias contados por Crusat son totalmente verosímiles y razonables, su efecto en el lector es onírico; es suprarreal porque conecta realidades inexistentes tanto en el tiempo de la narración como en el tiempo de la lectura, y por ello adquiere conexión con el mito, al ser un continuo atravesado por el tiempo mítico (“como la naturaleza del tiempo en el que se ha desarrollado todo: a medio camino entre lo sucesivo y lo eterno”, p. 125), una historia construida por diversas historias que encuentran su sentido en perderlo, en irlo perdiendo; sus tramas encuentran la ilación en romper su continuidad, engarzando líneas paralelas y encontrándose con ellas en el tiempo interior del relato. En cierto sentido, sus narradores son como el padre de Saskia, personaje de “La casa de Thomas y el círculo de Saturno” (título también revelador), que “de repente levantó el brazo derecho y procedió a tocarme el costado, con los ojos prácticamente en blanco y la lengua asomada sin control, como si dudara de su propia existencia y quisiera confirmarla a través del contacto con la mía” (p. 51). Si los cuentos de Crusat fuesen personas, serían esos amigos que al contar una historia se quedan callados un instante mientras contemplan fijamente un punto indefinido, conectados a otra historia que acaba de pasarles por la mente, otro espacio-tiempo atraído por algo de lo que estaban narrando.

En un reportaje sobre postcuento (término acuñado por Eloy Tizón para referirse a relatos breves no construidos de forma convencional), dice Crusat que un buen cuento “nunca ha podido ser prescrito, domesticado, formulado ni medido. Sin embargo, se ha pretendido difundir una serie de reglas en relación con el cuento como si nos ocupáramos de un género escolar. La crítica ha tendido a explicar el relato corto a partir de unas coordenadas muy estrictas, que han obviado esencialmente sus conexiones con el mito, la poesía o el ensayo. Sí considero que determinadas plantillas resultan extemporáneas y han periclitado’”[1]. Es evidente que Crusat está en otra cosa, en otro lugar, y cada vez más lectores están o estamos allí con él.



Raúl Quinto, Yosotros; Caballo de Troya, Madrid, 2015.


Hay un poema de Jorge Riechmann en La estación vacía (2000), “Tuyo”, que comienza con el verso “vencido no es vendido” y termina con estos cuatro: “yonosotros / aún / luchando / todavía”. Creo que Quinto compartiría esta visión, tanto política como subjetiva, o al menos eso parece desprenderse de su último libro, Yosotros. Siguiendo el modelo contra-genérico o híbrido de Idioteca (2010), que definíamos en su momento como una “distopía cultural”, Yosotros podría definirse como una utopía subjetiva, si se entiende por tal un libro donde la línea argumental hace referencia a la “mutilación como puerta a ese estado híbrido entre el yo y el ellos” (p. 116), a la imposibilidad de ser uno, que acaba conduciendo al libro –y a su autor– a la búsqueda de otra posibilidad de ser, de otra forma ideal de subjetividad menos castrante, mutiladora y fatal que el sujeto cartesiano. Esa forma que él encuentra para sobrevivir en el mundo siendo de un modo menos doloroso es el yosotros, una nueva persona del singular-plural que se constituya como un espacio subjetiva, social, metafísica e ideológicamente habitable.

En el libro se van mezclando apuntes memorialísticos con impresiones intimistas y microensayos históricos, cruzados con pequeñas biografías de numerosas personas que pagaron un alto precio por ser quienes fueron. Suicidas, perseguidos, malditos, inadaptados, locos, conspiranoicos o réprobos comparecen aquí para explicar qué sucede cuando uno no encaja en los modelos de su tiempo, y se opone a ellos con atrevida resistencia, como diría Hamlet. El castigo suele ser siempre el mismo: la cárcel, la ejecución, el ostracismo o la muerte por la propia mano. “El triunfo del yo autorreferente tiene un revés envenenado” (p. 162). Creo que el propósito de esta colección de vidas truncadas y de horrores históricos que Quinto desperdiga por el libro es mostrar la oposición radical entre la unidad a ultranza (que conduce a la frustración o el apartamiento social) y la alianza con los demás, no en un sentido solidario, sino todavía más íntimo, hasta ser con los otros. Una subjetividad entendida como tejido (p. 206), libre de las normas occidentales del capitalismo o refractaria a ellas. Es una reflexión algo utópica, sí, pero no nos viene mal un poco de utopía, sobre todo cuando es inteligente y está bien escrita.



Javier Moreno, Acontecimiento; Salto de Página, Madrid, 2015.


Aunque el nombre de Houellebecq suele salir a colación para hablar de la obra narrativa de Javier Moreno, yo no dejo de recordar al Don DeLillo de Cosmópolis al leer Acontecimiento, su nueva novela. Está presente en esa deriva autoconsciente por la ciudad de un sujeto en crisis, dotado de una pulsión analítica casi paranoica; un sujeto observador que no camina las calles para disfrutar, como el flâneur de Baudelaire, sino para sufrir. Su deriva urbana tiene como fin la lucidez dolorosa, y su tránsito le hace plenamente consciente de su crisis, exterior e interior. Por si algo faltaba para asociar este recorrido a DeLillo, la trama terrorista trae a la cabeza otras novelas del estadounidense, y el detalle de la limusina (como en 2020, la anterior novela de Moreno) viene a recordarnos las sesudas conversaciones que Eric mantenía dentro de la suya con sus sucesivos interlocutores en Cosmópolis.

Pero lo importante ahora es destacar qué singulariza la obra. Acontecimiento es una novela política porque trata de los διώτης (idiotes), según terminología helena que definía a quienes no participan en política, sino que son objeto de la misma y la sufren sin confrontarla. El papel del escritor/pensador es ponerse en su piel, y de ahí la cita de Deleuze que abre la novela: “Literalmente, yo diría que se hacen los idiotas. Hacerse el idiota (…) siempre ha sido una función de la filosofía”.  Lo que vendría a demostrar la novela de Moreno, en estas condiciones, es que si tú no te ocupas de la política, la política se ocupará de ti, pasando sobre tu cuerpo como una apisonadora. La novela presenta un escenario contemporáneo en el que las relaciones personales son tan virtuales como presenciales, y donde la idea de comunidad se ha diluido en una sociedad transparente (p. 74) à la Vattimo o aún peor, donde los ciudadanos se muestran y se venden a sí mismos, solos o con ayuda de otros: los publicistas. El hecho de que el protagonista de la novela sea publicista permite a Moreno convertirlo en una especie de Hermes interpretador de todo cuanto ve, y también en la voz oracular de todo cuanto los ciudadanos están programados para sentir consciente o inconscientemente –en términos de neuromárketing, véase p. 61, en sintonía con la última novela de Nicolás Mavrakis–. Para el racional personaje al que Moreno cede la voz narrativa, el inconsciente está programado, ya no es aquella parte de nosotros a la que no tenemos acceso, sino aquella parte del deseo a la que tienen acceso aquellos que lo programan y condicionan mediante estrategias mercadotécnicas. Este es uno de los puntos fuertes de Acontecimiento, como también lo es el examen de la virtualización (digital, pero no sólo) de las relaciones afectivas e incluso de los sexuales, con algunas escenas arriesgadas de puro virtuosismo simbólico (p. 168-69) en las que ya nada, ni siquiera el sexo, es tal como se había concebido en los tiempos recientes. Esto no arroja al cives a un déficit de existencia, sino a una multiplicación de experiencias vitales vicarias. Si en los siglos anteriores una persona podía vivir dos vidas, siempre y cuando las viviese interactuando con personas diferentes (pensemos en El adversario de Carrère), Moreno explica la pasmosa manera en que gracias a las tecnologías y las redes sociales hoy podemos vivir dos vidas diferentes con las mismas personas, teniendo una relación en la vida física y otra distinta en el mundo digital, como la que tiene el protagonista con Mirinda. No podemos caer en el error de denominarlas la vida real y la vida virtual: reales –y con consecuencias tangibles, como se demuestra claramente en Acontecimiento– son las dos.

Las novelas de Moreno están saturadas de inteligencia, pero esa sobresaturación analítica puede producir cierta parálisis. A partir de la quinta página de pensamientos brillantes sobre comportamientos sociales o pautas individuales el cerebro tiende a “desconectar” en cierto modo de la trama. En algún lugar de esta novela se habla del bloqueo que produce la información, pero creo que la novela peca de un mal parecido, el bloqueo del ingenio, que paraliza nuestro sistema operativo de lectores con la sobredosis de inteligencia verbal, plástica o abstracta inoculada en nuestra cabeza. Creo que la obra de Moreno ganaría consistencia y altura si se alejara un tanto del ensayismo y se acercase más al devenir, a la acción y a la interacción, al movimiento de los personajes, en vez de apabullarnos con sus impecables análisis. En mi humilde opinión de lector interesadísimo en la obra (también la poética) de Moreno, su idea de novela mejoraría deviniendo novela de ideas y no ideas noveladas, que es lo que a ratos acumula en el texto. Un cineasta francés, ahora mismo no recuerdo quién, manifestó una vez su intención de rodar El capital de Marx, pero no pudo hacerlo porque la película iba a tener un coste disparatado por requerir “mucha acción”. A eso me refiero, la teoría no tiene por qué estar reñida con una gran historia y unos buenos personajes que encarnen emociones además de describirlas a la perfección. No es casual que el mejor momento de la novela llegue casi al final, en el instante del encuentro físico con el terrorista -otro punto de engarce, por cierto, con Cosmópolis-. Ahí se desborda la energía acumulada y estanca durante tantas páginas; el resultado mueve al lector a preguntarse qué hubiera pasado si esa misma tensión narrativa hubiese fluido sin restricciones a lo largo de toda la novela.

Quitando esto y algún otro defecto (la novela hubiera necesitado de una última revisión y ser liberada de algunas erratas), Acontecimiento quizá no haga honor a su nombre, pero sus valores parciales son tan consistentes, y destila tanta inteligencia e intuición sobre nuestras pautas y pérdidas de norte, que pide a gritos muchos y buenos lectores. 


.
 [Relación con las cuatro editoriales: ninguna, salvo con Pre-Textos, mi editorial de poesía. Relación con los autores: con Crusat, ninguna; tampoco he visto nunca a Luis Rodríguez, pero mantenemos correspondencia sobre libros desde hace tiempo; con Quinto relación casi ausente, pero cordial, y Javier Moreno es amigo.]


[1] B. Berasategui, “Contra las dictaduras del cuento”, El Cultural de El Mundo, 27/11/2015, accesible en http://www.elcultural.com/articulo_imp.aspx?id=37291.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Lectura riechmanniana de Chejfec o lectura chejfequiana de Riechmann




Diálogo entre Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec y Poemas lisiados de Jorge Riechmann.

Sergio Chejfec, Últimas noticias de la escritura; Entropía, Buenos Aires, 2015.
Jorge Riechmann, Poemas lisiados; La Oveja Roja, Torrejón de Ardoz, 2012.




            En la página de créditos de Poemas lisiados (2012) de Jorge Riechmann leemos: “La maqueta de esta obra sigue la base de un cuadernillo de notas adquirido por el autor en la extinta RDA a cambio de 0’95 marcos orientales”. No queda del todo claro si el libro editado es el cuaderno (es decir, si contiene los poemas escritos originalmente en el cuaderno alemán), o si es como el cuaderno, imitando su aspecto paginal. A la primera posibilidad parece remitir el hecho de que se incorporen poemas manuscritos por el autor:  





El último libro del narrador y ensayista argentino Sergio Chejfec, Últimas noticias de la escritura (2015), publicado por Entropía en Argentina y por Jekyll & Jill en España, también tiene relación con un cuaderno. Casi a su comienzo, su autor declara: “Este libro puede ser leído como la historia de una libreta. Me refiero a un cuaderno de apuntes o carnet de notas, no sé cómo llamarlo mejor, en definitiva da igual, que llevo conmigo desde hace una buena cantidad de años” (p. 13).

Ambos libros arrojan cuestiones prácticas y teóricas sobre la materialidad del acto de escribir. En los dos libros hay texto de imprenta y texto manuscrito, impresión y reproducción. En ambos el soporte de escritura original busca perdurar de algún modo a través de la versión impresa, sobreviviendo a las planchas de impresión e incluso a la manipulación digital que ha convertido a esos textos en los volúmenes que son ahora. Estos son los parecidos, y luego veremos alguno más; las diferencias son, sin embargo, notorias: el libro de Riechmann es un poemario más de los suyos, alterado por la convivencia de poemas normales y poemas manuscritos, mientras que el de Chejfec es un libro fronterizo, a medio camino entre el ensayo y el dietario. Para volver más difíciles las cosas, he leído la versión de Últimas noticias de la escritura publicada por Entropía en una versión fotocopiada, solicitada al poseedor del original (un semiótico de origen argentino radicado en Barcelona y profesor de Universidad, culé y macluhaniano, cuyo nombre ocultaremos por si las moscas) porque ignoraba que iba a ser publicada por Jekyll & Jill en breve plazo. Así que al leer la fotocopia de un libro que es a la vez imagen de un cuaderno, he trabajado sobre el fantasma de un fantasma.

En realidad, ninguno de los dos libros citados es un cuaderno o una libreta. En el caso de Poemas lisiados, tras preguntarle a Riechmann me responde por correo electrónico que no es la reproducción de un cuaderno real (aunque trabaja en ese formato y lleva 178 cuadernos escritos a mano desde 1985), sino que intentó conseguir ese efecto de lectura, incrementado mediante la inserción de escritura manuscrita (supongo que escaneada). Tampoco el de Chejfec es el “cuaderno verde” del que se reproducen algunas páginas (véase pp. 15 y 110), sino la historia del mismo o una reflexión suscitada por la historia del cuaderno verde.

A consecuencia de este origen digamos híbrido de ambos textos, la otra cosa que tienen en común es su condición factográfica, según el concepto del profesor Víctor del Río[1], de forma que constituyen no sólo un discurso ensayístico o poemático, sino también un proceso de documentación –o su simulacro– de algunos temas, opiniones y asuntos incluidos en ellos.

Uno de los elementos más relevantes de Últimas noticias de la escritura es su extraordinaria finura y perspicacia para abordar cuestiones relativas a la autoría, la escritura y la oscilación entre materialidad e inmaterialidad a la hora de percibir el hecho literario. Por ejemplo, Chejfec reflexiona en varios lugares sobre las ideas de perduración y su diferente estatuto en cada tipo de texto, impreso o digital. En contra de otras opiniones, como las de Alessandro Cavaliere, para quien el libro es la imagen de lo textual inamovible y duradero[2], Chejfec apunta que el objeto libro declina con el tiempo y está muy sujeto a los azares de su materialidad, mientras que “la textualidad digital (…) sostiene una promesa de permanencia sin cambios” (p. 51). Es cierto que, solucionados hipotéticamente los problemas inherentes a los soportes virtuales (perdurabilidad del formato, conflicto de lenguajes informáticos, necesidad de discos duros o servidores, etc.), el texto se conserva idéntico a sí mismo de forma permanente. Tengo archivos en la carpeta de “Mis documentos” que tienen más de 20 años y que puedo leer o sobrescribir sin problemas, iguales a sí mismos desde el primer día; en cambio, hay volúmenes en mi biblioteca publicados 15 años atrás con los que el tiempo ha sido inclemente y están muy fatigados, ya sea por el uso, las sucesivas mudanzas de domicilio o la degradación del papel con que fueron publicados. Ya hemos escrito en otro lugar sobre la volubilidad y fácil obsolescencia de los soportes digitales (aunque hoy en día, como recordaba otro semiótico argentino y fan de Messi afincado en Barcelona, Carlos Scolari, todos los procesos de edición son digitales en todo o en parte), pero lo cierto es que llevo trabajando sobre los mismos archivos de Word desde 1993. En los últimos meses estoy regresando a la materialidad creando con mis propias manos, en un proceso por completo artesanal, los cuadernos en los que escribo, sea mediante encuadernación tradicional o japonesa. No tengo claros los motivos, ignoro si mueve esa inclinación un fetichismo gremial (al que se refiere Chejfec en las primeras páginas de su ensayo, cuando narra sus experiencias como copista), o una voluntad de controlar todas las fases del proceso de escritura, pero sigue existiendo una tensión de no abandonar de todo el objeto, la dimensión objetual del hecho de escribir. Disculpen este apunte personal, pero creo que tiene mucha relación con lo que se intentan esclarecer aquí.



Chejfec es muy consciente de las diferencias entre escribir en digital y en papel, sabe que ni se escribe igual (p. 43ss) ni se lee igual, ni siquiera tratándose del mismo texto, como explica agudamente a partir de un breve fragmento de Zama (pp. 52-54). Es muy difícil caminar en ese delgadísimo filo, explicando variaciones tan sutiles y fantasmagorías en apariencia inaprensibles, pero ese es el territorio natural de la escritura chejfequiana, como sabrá cualquiera que haya leído sus novelas. Es en ese punto donde más valor tiene la reflexión del argentino, puesto que arroja luz sobre cuestiones complejas de elucidar y en las que el poder argumentativo puede depender más del talento en enunciar las hipótesis que de su poder de convicción. Pero ahí Chejfec es imbatible y tras leer sus opiniones es imposible no estar de acuerdo con él en que el mismo párrafo de Zama es “más hipotético” en una pantalla que en una página de libro, donde su disposición textual y su inamovilidad lo hacen orientarse hacia lo “contextual-afectivo” (p. 53). La misma frase que en un libro es un aserto se vuelve posibilidad en una pantalla digital, un estado de texto temporal o una mera opción mutable, inserta en un infinito campo de variaciones y posibilidades. En ese sentido, no es baladí la opción por unos u otros estatutos, como tampoco elegir entre tipografías, alineados o maquetaciones, que utilizados con inteligencia pueden ir dirigidos a crear la sensación bien de asertividad, bien de mutabilidad, dentro del mismo texto o entorno textual.

Para Chejfec, cualquier texto digital tiene un componente de imagen pensativa (término tomada de un texto de Rancière sobre fotografía) que le otorga un estatuto más interesante que el texto fijo impreso, pues permite apreciar la condición frágil y dubitativa de toda escritura literaria: “me refiero a la pensatividad como una segunda aptitud reflexiva, o narrativa, hacia dentro del propio relato, que por voluntad de su propio registro hipotético y expansivo pueda rescatarlo de la  amenaza de quedar encerrado en el universo de la literatura fosilizada por la fijación de sentido –conjunto al que pertenecen casi todos los relatos existentes–. Si esto fuera sí, (…) se podría identificar una pelea más o menos silenciosa entre ambas concepciones de escritura (…) una asertiva (la fijada físicamente por las instituciones vinculadas al libro o a lo impreso), y otra no asertiva (de un carácter más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico)” (p. 56).

En estas condiciones, y con plena consciencia de las diferencias entre ambos modos de entender lo literario, lo que definimos en El lectoespectador como literatura textovisual, en la órbita de Mitchell, sería aquella que intenta incorporar las ventajas del texto no asertivo o hesitante al asertivo, aquella que procura añadir valores de pensatividad inestable a lo fijado. Lo cual es, en última instancia, una crítica a los modos de fosilizar los contenidos culturales de la sociedad y un modo de evitar esa fosilización, mediante la suma de valores dinámicos, dubitativos, críticos hacia el propio texto y hacia la propia idea de texto literario. Todo esto concurre, por supuesto, sólo en aquellos casos en que lo textovisual aparece como una decisión consciente y sólida desde el punto de vista intelectual, y no como el mero seguidismo de una moda o de una tendencia.

De hecho, el propio Mitchell recoge un ejemplo histórico que tiene puntos de contacto con lo aquí expuesto: los libros “iluminados” de William Blake, donde es imposible separar caligrafía de escritura: “es imposible aplicar la distinción entre caligrafía y tipografía a la obra de Blake, ya que el arte de la escritura grabada es un compuesto de los dos procedimientos. Parecería extraño pensar en Blake como un calígrafo, ya que sus textos no son manuscritos autografiados (…) Literalmente, se trata de libros impresos mecánicamente a partir de planchas de metal utilizando una imprenta. Y, sin embargo, los libros tienen el aspecto de manuscritos autografiados (…) al describir los libros de Blake es cuestionable que sea lícito utilizar la distinción entre lo ‘mecánico’ y lo que está ‘hecho a mano’” (W. J. T. Mitchell, Teoría de la imagen. Ensayos sobre representación verbal y visual; Akal, Madrid, 2009, pp. 131-132).


Ahora nos resultará más fácil, gracias al marco conceptual creado por Mitchell y Chejfec, entender mejor la propuesta de los Poemas lisiados de Riechmann, porque su edición busca, precisamente, crear ese efecto de inmediatez de escritura que reconcilie al lector con lo pasajero (no sólo con lo pasajero de lo escrito, del hecho de escribir, sino también con la fugacidad de lo vital y con el estatuto huidizo de lo que somos –de lo que somos al vivir, de lo que somos al escribir–). Frente a lo fosilizado, Riechmann también opta por lo contingente y móvil, por aquello que es libre de una forma concreta y predeterminada: “tengo / tanta fe / en la potencia de la errata” (Poemas lisiados, sin número de página). Si Chejfec busca un “carácter más fluido y menos definitorio” (p. 56), Riechmann recomienda “incorporarse / a la lenta sustancia / del verano, del río” (s/p). La inserción de textos manuscritos en el poemario ayudan a transmitir mejor esa sensación de fugacidad e impermanencia, de lo “recién escrito” (Chefjec, p. 54), que sin embargo perdura tanto o más que lo fijo por parecernos más cercano o próximo, más a mano, más a-la-mano, que diría Heidegger (y disculpen que fuerce la metáfora de Ser y tiempo). La presencia súbita de la escritura manual en Poemas lisiados nos recuerda que el texto está transido de la presencia del ahí[3], de lo contingente, de lo fresco, de lo que acaba de suceder y, por lo tanto y en bello oxímoron, de lo aún no fijado. A esto me refería antes: la textovisualidad consigue que en un texto fijo, impreso en libro, pueda comparecer y hacerse patente la idea contraria, la de lo no fijo, lo incierto, lo fugitivo, lo dubitativo, mediante la imagen pensativa explicada por Chejfec. Y queda aún otra dimensión, la factográfica y documental: “el manuscrito físico (…) siempre ha sido garantía de verdad” (Chejfec, p. 63), y también hay algo en Poemas lisiados de ese rastro de veracidad testimonial, como queda claro en el hecho de que tanto la dedicatoria del libro en las primeras páginas como la mención del lugar y fecha de redacción del mismo en la página postrera sean “anotadas” por Riechmann a mano, o con el testimonio escaneado de lo manuscrito:








 



[Post Scriptum: He fantaseado con fotocopiar la fotocopia de la página 15 del libro de Chejfec, que reproduce una página en blanco de su “libreta verde”, y la página final de respeto del libro de Riechmann, diseñada como una página en blanco del “cuaderno alemán”; he pensado en ampliar ambas fotocopias, fotocopiarlas de nuevo decenas de veces, guillotinar bien cada copia y agavillarlas, y hacer sendas libretas a mano con encuadernación japonesa, que reúnan las hojas copiadas de la copia de la copia, para seguir el juego de la escritura y de la materia hasta el final, interminablemente.]



[Relación con los autores reseñados: cordial con Riechmann, ninguna con Chejfec; relación con las editoriales: ninguna.]









[1] “La factografía, por tanto, es la organización de un discurso a partir de materiales documentales entre los que puede haber tanto imágenes como textos”; V. del Río, Factografía. Vanguardia y comunicación de masas; Abada, Madrid, 2010, p. 35.
[2] Alessandro Cavaliere, El libro impreso y el libro digital. Estudio sobre los modos de producción editorial en el cambio de milenio; Publicaciones de la Universidad de Alicante, Alicante, 2005, pp. 60ss.
[3] El concepto ético-ontológico del ahí es una constante en la obra poética de Riechmann, especialmente en su libro Ahí te quiero ver (Icaria, Barcelona, 2005).