jueves, 20 de septiembre de 2012

A partir de un párrafo de Carmen Martín Gaite



A veces basta un párrafo para ver la grandeza de un autor. Cuando ese escritor es además leído o incluso erudito, dotado de hondos conocimientos diferentes, un solo párrafo puede producir reverberaciones tan difíciles de probar como interesantes. Recuerdo que Alfonso Reyes lo intentó con un párrafo propio, pero nosotros somos menos humildes y lo ensayaremos con un párrafo ajeno. Advierto que lo que vamos a exponer aquí es imposible de probar, una vez desaparecida la autora, pero podemos establecerlo como simple hipótesis, sin pretensión alguna de verosimilitud.

Tomemos un párrafo de la excelente novela Lo raro es vivir (1996):

Algo era. Tomás, que barrunta las sombras desde lejos, me lanzaba de nuevo sus palabras: “a ti te está pasando algo”, no me quise agarrar a ellas cuando las dijo, fui yo quien desvió la conversación hacia una riña tonta; pues sí, algo me estaba pasando, algo profundo y oscuro como un corrimiento de tierras cuya amenaza aún imprecisa obliga a soñar con un puerto donde dormir al resguardo de todo vaivén; anclarse, ¿pero dónde?, yo no conocía ningún sitio realmente de fiar, tal vez lo había conocido, pero eran paisajes por los que no corría el aire, estancados en fotografías traspapeladas, un jardín con hamacas, una fachada cubierta de hiedra, un payaso de hojalata, un río, un despacho con la chimenea encendida, caballos al galope, había llovido mucho encima de esas imágenes, se desdibujaban tras una cortina de agua imparable, el diluvio universal.[1]

Dentro de la mecánica de la novela, este párrafo está destinado a representar el modo en que Águeda, la protagonista, recuerda su infancia y cómo ésta, una vez desaparecida la madre y difuminados los lazos afectivos con su padre, no puede ya establecerse como suelo seguro o “puerto” para asir su presente. Los vínculos de afianzamiento en lo real que la protagonista requiere no pueden hallarse en el pasado, aunque no deja por ello de pensar e incluso soñar obsesivamente con el pasado. Si leemos las imágenes enumeradas, nos damos cuenta de que varias incluyen la negatividad dentro de su estructura bimembre; de un modo autodestructivo, mediante el oxímoron, plantean un recuerdo y lo afean al mismo tiempo. Todas ellas apelan a una existencia anterior sobre la que ha pasado o está pasando el diluvio. No abundaremos en las resonancias psicoanalíticas que pueden presentar las imágenes de las “sombras” detectadas por Tomás (el novio de Águeda), o la mitocrítica que podríamos levantar –y que la autora de sobra conocía– a partir del diluvio como símbolo de la renovación, de la limpieza espiritual tras una situación de crisis (véanse Nietzsche, Eliade, Borges, Wheelock, Pérez Rioja, etc.). Todo eso late indudablemente en el párrafo, pero no es la resonancia psicoanalítica, sino la duda estilística, lo que me mueve a plantear otra interpretación de este pasaje.

La formulo, como duda que es, mediante preguntas: ¿y si Carmen Martín Gaite, de un modo elegante e indirecto, hubiera presentado todo este tipo de imágenes como modos a superar de la presentación narrativa de la infancia? ¿Y si la autora nos estuviese diciendo que el diluvio universal de la historia ha desgastado los topoi literarios incluidos en el párrafo, hasta tal punto que están desdibujados por la lluvia del tiempo, de tal manera que son inservibles ya a los propósitos narrativos? ¿Y si nos estuviese diciendo Martín Gaite que ya está bien de hablar de jardines decadentes, de fachadas con hiedra, de juguetes de hojalata, de caballos al galope y de ríos heraclitianos para presentar las metáforas de la melancolía modernista, que no acababa –que no se acaba nunca– de morir? ¿Qué sucedería si este párrafo fuera el modo exquisito y oblicuo de decir señores, pongan sus relojes literarios en hora, estamos a punto de cambiar de siglo? ¿No sería maravilloso, no sería muy propio de Martín Gaite, destrozar estilísticamente, mediante una utilización suicida, las metáforas de la nostalgia manierista a desterrar, mediante su presentación oximorónica, con su propio reloj de autodestrucción incorporado? ¿No sería una hermosa lección para aprender o, llegado el caso, para repetir en nuestros días?


[1] C. Martín Gaite, Lo raro es vivir; Anagrama, Barcelona, 1999, pp. 72-73.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Nota de urgencia sobre Cristóbal Serra


Acaba de fallecer uno de los escritores españoles más heterodoxos, extraños e interesantes de los últimos años. Alguien que recibió la temprana atención de lectores como Octavio Paz, pero que nunca llegó a gozar del reconocimiento público que merecía. Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922 - 2012) siempre fue un escritor lateral, diferente, incisivo, nada complaciente con el lector pero tampoco áspero. Traductor de nombres como Swift, Bloy, Melville o Blake, su poética literaria, que me influyó justo en el momento de conformar la mía, ha respondido siempre a estos parámetros:


"Mi literatura no es una literatura de género. Para mí, los géneros no tienen fronteras definidas, sino que se interfieren, un fenómeno, por otro lado, característico de la modernidad literaria. Piense en el ocaso del verso a partir de Rimbaud. Ya no existen fronteras delimitadas entre prosa y poesía. El género no tiene en mí un carácter absoluto, de ahí la dificultad en clasificar mis libros. El mío es un libro de espacios trabajados, una literatura salteada y continua. Yo pertenezco a los fragmentarios como Montaigne o De Maistre. Una literatura que, como el periodismo, informa, pero a deferencia del periodismo posee una estética que, en mi caso, es la inventiva. No tengo nada en contra de la novela, sino del novelismo, de la exigencia de que todo lo escrito tenga carácter narrativo. ¿Por qué? Yo hago lo que hicieron los Evangelistas con Jesús, ese héroe discontinuo de los Evangelios".

El resultado es una obra inclasificable y variada, atenta siempre a la historia antigua, los mitos, la mística, el lenguaje y el esoterismo: "hay demasiada lógica, demasiado análisis", dice en este vídeo, en el que cuenta algunos detalles de su biografía y comenta varios de sus libros.



Aunque la única reseña que hice de un libro suyo aquí no fue nada positiva (Tanteos crepusculares, Pre-Textos, 2007), Serra me parece un autor extraño, necesario, anticanónico y exquisito. Me gustaría recomendar, a quienes deseen acercarse a su obra, la monumental Ars Quimérica (Bitzoc, 1996), que compila su obra hasta aquel momento. También son destacables sus Nótulas, no sólo por su notable contenido, sino asimismo por la fabulosa edición de Árdora (1999), si es que hablar de fabulosa edición refiriéndose a Árdora no es una redundancia. Cualquier libro es bueno para conocer el trabajo de Serra, aunque quizá su producción publicada en el siglo XX es más sólida que la posterior. En todo caso, Serra es un autor que merecería, al menos por sus mejores libros, más atención de la que ha concitado.


[Relación con el autor: ninguna]