miércoles, 15 de junio de 2011

Fuguet, Mun y el inmigrante zombi






Alberto Fuguet, Missing (una investigación); Alfaguara, Madrid, 2011

Nami Mun, Lejos de ninguna parte; Libros del Silencio, Barcelona, 2011

Jorge Fernández Gonzalo, Filosofía zombi; Anagrama, Barcelona, 2011

Reconstruir la vida

El inmigrante y el narrador tienen un trabajo en común. Ambos deben reconstruir una vida. La vida propia, en el primer caso, la ajena, en el segundo.

Coinciden como novedades varios libros que tienen como tema la experiencia de inmigrantes, sea de primera o de segunda generación, en los Estados Unidos. Si bien John Fitzgerald Kennedy dijo en su momento que EEUU es una nación de inmigrantes, la realidad presenta un panorama que dista mucho de esa declaración, en el sentido de que es más fácil decir o recordar la frase que asumirla. En realidad, como ya explicase Derrida, todo Estado nacional se construye simbólicamente como tal por su resistencia al inmigrante[1], y Estados Unidos no ha sido, pese a su histórica permeabilidad, una excepción a esa lógica. En el caso de Norte (2011), de Edmundo Paz Soldán, se profundiza en el tema de la inmigración ilegal; en los libros de Alberto Fuguet y Nami Num que vamos a comentar ahora la cuestión es diferente, puesto que hablamos de inmigrantes legales, con sus papeles en regla, lo que anuncia la complejidad del tema y su realidad poliédrica.

Decíamos al comenzar que la escritura y la inmigración suponen una reconstrucción vital. La excelente crónica Missing (una investigación) (2009) se plantea como un curioso estadio intermedio, pues aunque Alberto Fuguet (Chile, 1964) se ha propuesto rescribir la vida de su tío Carlos Fuguet, el resultado es parcialmente autobiográfico, al utilizar como instrumento la descripción de la vida familiar. Todo retrato familiar acaba por describir, inevitablemente, a uno mismo, y otrosí el autor narra parte de su historia estadounidense al ponerla en relación con la de su tío (“yo algo sé de transplantados. Quizás ahí radica mi lazo irrestricto con mi tío: yo también sé lo que es no tener un lugar en el mundo”, p. 31). En la novela podemos tener noticia de cómo Fuguet (Alberto) va cambiando de país y de trabajo, y cómo se va convirtiendo en un escritor y guionista conocido. En ese sentido, Missing es una autobiografía especular.

Lejos de ninguna parte (Miles from nowhere, 2009), de Nami Mun, desarrolla también de manera especular la biografía de la autora, si bien no exponiendo otro personaje como espejo, sino a través del manido recurso de la autoficción. Nacida en Seúl y trasladada joven a los Estados Unidos, Mun creció en el Bronx, como Joon, la protagonista de la novela, y como ella también se escapó de casa, fue chica Avon, repartidora, dinamizadora en una residencia y vivió en la calle. Su primera novela no es ninguna maravilla literaria; está muy lastrada por ese “realismo de taller de creative writing” que ha vuelto tan plana la mayor parte de la narrativa estadounidense, pero tiene fuerza en las descripciones y construcciones de algunos personajes y, sobre todo, capta a la perfección el submundo de la inmigración estadounidense al borde de la exclusión social. Drogas, prostitución y miseria son descritas verazmente, horras de énfasis, compasión burguesa o moralina, algo en lo que quizá algunos narradores “sociales” de este lado del charco deberían esforzarse.

Si para Mun la reconstrucción de la experiencia viene a través de la reelaboración de la memoria, algo habitual en la narrativa autoficcional, la solución que encuentra Fuguet para escribir su historia es diferente. Su decisión narrativa, que me parece del mayor interés, tanto ético como estético, es la de intentar darle voz a una persona a la que, a su juicio, nadie había querido escuchar. Tomar su historia, aparentemente común, y situarla en un lugar notorio, visible, al alcance de todos. En consecuencia, su deber como narrador es el ponerse en la piel del personaje, al objeto de reconstruir su vida desde dentro: “para saber de Carlos, para entender a Carlos, iba a la larga a tener que serlo, hablar por él, usando alguna de sus palabras” (p. 131). Esto es justo lo que hace Fuguet en la sección VIII del libro, subtitulada “carlos talks” (“carlos habla”). Las siguientes 174 páginas son un largo monólogo cuyas frases son situadas una debajo de la otra; entiendo que la intención de Fuguet no es, por supuesto, hacer poesía, sino simplemente explicitar visualmente que estamos ante una voz otra, la voz de un otro, de un Fuguet haciéndose pasar por otro Fuguet, que se expresa de forma no lineal, con cierta desarticulación, debido a las alteraciones y vicisitudes de la memoria, que deja también huecos (queridos o no) en el discurso. Es el modo visual en que Fuguet encarna el silencio, lo no contado, junto a la frase pronunciada.

Desarraigo y reconstrucción del yo

Me desperté en Atenas sin entender muy bien cómo; pero cuando se lleva viajando demasiado tiempo sin mapa, como era mi caso, uno se acostumbra a despertarse en cualquier parte seguro de que, al fin y al cabo, cualquier parte siempre queda en el mismo planeta y todo el planeta es un único sitio llamado, sí, El Extranjero.

Rodrigo Fresán[2]

La experiencia del trasterrado o de quien está, socioculturalmente, fuera de lugar, es la de una persona que se siente extraño y falto de encaje. Carlos Fuguet dice que “en chile tenía cosas, tenía la universidad, la política, me sentía parte de algo, en elei no me sentía parte de nada, no me sentía parte de mí” (p. 194, aclaramos que “elei” es L.A., Los Ángeles). Hemos hecho la precisión al entorno sociocultural porque en principio Joon no es una trasterrada, sino estadounidense de nacimiento; el desarraigo no hizo estragos en ella sino en sus ancestros: “comprendí con claridad los conflictos de mi padre al llegar a los Estados Unidos. El país era nuevo y extraño. Lo desancló. Pero la bebida era la misma y sus costumbres también. Se limitó a dejarse arrastrar hacia todo lo que le resultaba familiar, es decir, a beber y a engañar, caminos que jamás lo obligaban a plantearse quién era ni por qué estaba allí” (Lejos de ninguna parte, p. 192). Siendo esto así, los sentimientos de Joon se explican también por su condición de desplazada, no sólo porque parece una inmigrante asiática y como tal es tratada, sino por algo más. En una entrevista, Nami Mun ha dado una opinión que me parece interesante: a su juicio, Miles from nowhere no es exclusivamente una novela sobre inmigración, porque los sentimientos de exclusión y de no entendimiento de las reglas sociales no sólo afectan a la madre de Joon, que llega a los Estados Unidos; también sacuden a la propia Joon cuando cae desde un estatus familiar al submundo de la marginalidad[3]. De ahí que la protagonista necesite volver a crearse, y le fascinen otros personajes que parecen haberlo conseguido: “Me metí la mano en el bolsillo, saqué la foto del anuario escolar y la puse junto al rostro de Lana para buscar una semejanza. De niño, parecía delgado y quebradizo. Entonces me di cuenta de lo que admiraba de ella. Encima de quien había sido una vez se había creado un nuevo caparazón, una nueva versión que no recordaba a nadie, tal vez ni a ella misma, ni a cualquier cosa pasada” (Lejos de ninguna parte, p. 77). Los dos personajes centrales, Carlos y Joon, tienen esa vocación de reconstrucción, de escribir de nuevo la historia de su vida, pero ambos están perdidos, aunque se nieguen a reconocerlo (Missing, p. 310); Lejos de ninguna parte, pp. 27-28); su falta de arraigo, su perplejidad ante el hecho de no encontrarse en un país “elegido” pero inhabitable y por el que vagan atorrantes, vacíos, nómadas, huecos, los convierte en sujetos perdidos, perdedores, losers, esperando una rescritura válida que no acaba de llegar.

En Missing todos los personajes –incluido el propio narrador– están afectados por el hecho de llegar a los Estados Unidos con cierta edad, ninguno de ellos antes de la adolescencia. Tienen que luchar con/contra el idioma, y contra una sociedad que no los rechaza del todo (por ser inmigrantes blanquitos, como se dice en algún momento de la crónica), pero que tampoco los abraza. Los inmigrantes no son aceptados o se sienten como tal (“me sentía un ciudadano de segunda y eso que era un ciudadano americano”, Missing, p. 295). En concreto las generaciones mayores, los abuelos de Fuguet, son quienes lo pasan peor; otro tanto sucede en el libro de Mun: “Pensé en mi padre, en que quizá él sintiera lo mismo. Él no pertenecía a este país, ni a su esposa, ni a su hija, que decía frases que sonaban a canicas pegajosas (…) Habíamos cambiado de país, pero él no estaba dispuesto a cambiar de forma de ser.” (Lejos de ninguna parte, p. 189). Curiosamente, la madre de Carlos vive en California durante décadas y nunca llega a aprender el inglés, resistiéndose a hablar otra cosa que no sea español (Missing, p. 348). Como dice Fuguet, “no es sencillo rehacerse, menos en otro idioma” (p. 31).

Del mismo modo que los coreanos son confundidos invariablemente en la novela de Mun con los chinos, y tratados como tales, los chilenos en Estados Unidos son mezclados con los mexicanos, que es el grupo de población latina dominante; esto llega hasta tal punto que cuando una mexicana habla con Alberto Fuguet y éste le pregunta por su tío chileno, se genera esta conversación, reproducida por el autor sin los signos de puntuación característicos: “Mire, le dice, recuerdo que hace unos años, no sé, tres o cuatro, vivía un extranjero. ¿Un extranjero? Alguien que hablaba español distinto” (p. 112). Mientras que la novela de Mun está muy normalizada en ese sentido, ya que tanto ella como su personaje son estadounidenses hijos de emigrantes, y por tanto bilingües de nacimiento, en Carlos Fuguet se advierte a la perfección, gracias a las reproducciones del code switching o cambio súbito de lengua dentro de la misma frase o párrafo, la tensión entre la lengua materna y la adquirida (en algún momento llegamos a leer, por ejemplo, “no comments pero I agree”, p. 144). El code switching, por su trastabillar entre lenguas, por su titubeo entre códigos, se configura como un tartamudeo lingüístico, que es trasunto de un balbuceo geográfico: “para Schutz (…) el extranjero es un ‘tartamudo social’, obligado a traducir los esquemas de interpretación de la realidad palabra por palabra; está aislado de su saber de origen y siempre al borde del mapa, en el límite del territorio que éste abarca. El extranjero nunca está, dice Schutz, en el ‘centro’ de su medio”, como recuerda Isaac Joseph[4]. Su lengua es doble (lo cual, según Gottfried Benn, apela a un doppelleben, a un vivir doble, a una doble vida), y el salto de una a otra tiene inequívocas consecuencias psicológicas: Carlos ha interiorizado tanto su necesidad de ser aceptado, de pertenecer a algún lugar, que cuando se enoja con su entrevistador o habla de ciertos temas vuelve al inglés en legítima defensa (véanse pp. 147-48), en actitud de repliegue. También Joon escoge el inglés y reniega del coreano para mostrar su “integración” social:

—Ya me lo imaginaba —espetó. Entonces, hablándome en hangul, me preguntó—: ¿Eres coreana?

Lo miré fijamente a los ojos, aquellos escarabajos negros y rabiosos, e hice como si me estuviera hablando en jerigonza:

—¿Qué? ¡Hable en cristiano, hombre! —grité, y me volví hacia el público—. Ahora está en los Estados Unidos. (Lejos de ninguna parte, p. 203)

Creo que una diferencia fundamental entre las novelas de Mun y Fuguet es su observación sobre el concepto de “hogar”, que en realidad es una declaración de intenciones: mientras que Joon vuelve, como Ulises, a la casa paterna (materna, más bien), el libro de Fuguet viene a sostener que la casa paterna no existe, no hay tal cosa: uno lleva su vida consigo allí donde va en el lenguaje o, acaso, en el bilingüismo. El único hogar fijo sería el ataúd del final.

El inmigrante zombi

me desplacé para todas partes,

nunca paré.

A. Fuguet, Missing (una investigación)

Sólo nos quedan unas pocas palabras, el cadáver de tanto por sentir aún.

J. Fernández Gonzalo, El libro blanco

Sobre la idea de que el consumidor ideal es el drogadicto han escrito Juan Goytisolo (2004), Eloy Fernández Porta (2007) y César Rendueles (2008); Jorge Fernández Gonzalo propone en su excelente ensayo Filosofía zombi una alternativa: los zombis como “consumidores por antonomasia” (p. 53). En su imaginario fílmico, los zombis son presentados como una especie de robots vegetativos en busca de carne, y definidos como motores de satisfacción inmediata. Ambas figuras son correctas y, si nos fijamos bien, en las dos late la irracionalidad, la pérdida de la razón, como eje explicativo del ultraconsumo. Uno de los aspectos más interesantes del ensayo, que parte del cine de zombis para extraer conclusiones simbólicas sobre nuestra sociedad hiperconsumista, es la dimensión del zombi como acumulador irracional. El zombi no se pregunta sobre la contención, no ahorra, no hace previsiones ni guarda provisiones: come lo que puede, donde puede y todo cuanto puede. Sus técnicas vitales son el arrastre y el remolque (p. 195), y su horizonte es el ahora. El zombi acumula de forma mecánica sus objetivos, sólo “tira hacia delante”, sin preguntarse. El inmigrante, como podemos ver en la descripción de Fuguet, también. El movimiento del trasterrado es hacia el siguiente día, sin pensar demasiado: “la piensas y no la piensas, si la piensas, no haces nada, si no piensas nada, no se te ocurre nada” (p. 290). Los inmigrantes de Mun y Fuguet son personajes que van acumulando maquinalmente trabajos, con el objetivo ciego de vivir mejor, de cumplir un sueño americano (Missing, p. 148) que pide demasiado por su satisfacción. Van cubriendo etapas, van devorando cuerpos, amores, trabajos (“sentía que la libertad me estaba saliendo demasiado cara, dos trabajos que no sumaban uno”, Missing, p. 293), sueldos, para lograr el primer fin: la supervivencia, el no regresar como fracasados a su país de origen, sin importar que la vida que pueden llevar en su nuevo país puede parecerse mucho al fracaso. Porque también acumulan dolor, disfuncionalidades, adicciones, soledades y hartazgo. Construidos como robots de subsistencia, los inmigrantes en estas obras narrativas también resultan a veces estructuras mecánicas afectivas, capaces de vaciarse por dentro y de reiniciar los sentimientos sin aparente complicación. Simplemente duele un poco: caen, vuelven a ponerse en pie, se sacuden el polvo y siguen caminando.

.
[Relación del crítico con los autores reseñados: ninguna con Fuguet y Mun, he mantenido correspondencia con Fernández Gonzalo. Relación con las editoriales de los libros reseñados: ninguna]
.
NOTAS

[1] “todo Estado nación se constituye a partir del control de las fronteras, el rechazo de los inmigrantes clandestinos y una estricta limitación del derecho a la inmigración y el derecho de asilo. Este concepto de frontera constituye, justamente como su frontera misma, el concepto de Estado-nación”; J. Derrida, “Artefactualidades”, en J. Derrida y B. Stiegler, Ecografías de la Televisión; Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1998, p. 31.

[2] Rodrigo Fresán, “Apuntes para una teoría del cuento”, La velocidad de las cosas; Mondadori, Barcelona, 2005, p. 189.

[3] “And really it’s just one of alienation: feeling out of place, feeling that confusion when the language is completely new and the rules are new - you don’t even know the rules. Those are feelings an immigrant might feel but I really can’t call the book an immigrant novel because those feelings of alienation anyone could feel no matter what country they’re from. Joon’s mother, who is definitely feeling the stress of the move to a new country, her feelings parallel Joon feelings as she enters into this submerged population group”; Nami Jun, entrevista en Chicagoist, 08/01/2009, accesible en http://chicagoist.com/2009/01/08/interview_nami_mun.php.

[4] Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano; Gedisa, Barcelona, 2002, p. 74.

martes, 7 de junio de 2011

Arte latinoamericano y diáspora

Elizabeth Marín Hernández, Multiculturalismo y crítica poscolonial: la diáspora artística latinoamericana (1990-2000); Tesis Doctoral, Universitat de Barcelona, Departament Història del Art, Barcelona, 2005.

Una de mis costumbres peregrinas, supongo, es mi hábito de leer de cuando en cuando (y tardando mucho tiempo en hacerlo, como es normal) tesis doctorales. Hace meses degusté con fruición la tesis de Jesús Montoya, Realismos del simulacro: imagen, medios y tecnología en la narrativa del Río de la Plata (Universidad de Granada, 2008), sobre Aira, Levrero y otros escritores argentinos y uruguayos. Frente a la opinión de algunos ignorantes según la cual en Internet no hay más que conocimiento superficial, en realidad la red nos provee de forma gratuita y legal de una de las formas de investigación más completas, duras y exhaustivas que existen (quien lo probó lo sabe), las tesis de doctorado, y nos las ofrece con generosidad. La oferta de tesis es tan vasta que hay que seleccionar, por supuesto, ya que no todas las tesis, a pesar del aval académico y de pasar un –en principio– riguroso tribunal, alcanzan el mismo nivel de calidad y excelencia. Mi criterio favorito, salvo que ya conozca al autor y confíe de antemano en su capacidad investigadora, suele ser el prestigio del director de la tesis, que es un elemento fundamental a la hora de que la investigación llegue, metodológica y semánticamente, a buen puerto. En el caso de esta tesis, llegué al texto por la confianza que me genera la persona que la dirigió, Anna Maria Guasch, una de las mayores expertas en arte contemporáneo y cuyos ensayos he leído siempre con pasión y agrado.

.


Multiculturalismo y crítica poscolonial: la diáspora artística latinoamericana (1990-2000), de Marín Hernández, se propone un ambicioso objetivo, cual es la lectura desde las perspectivas multiculturalista y poscolonial del arte latinoamericano de una década central en la configuración de ese complejo panorama que es el arte contemporáneo. Como dice la autora, una de las paradójicas consecuencias de la globalización cultural, donde afloran tensiones globales junto a las locales, ha sido que “las representaciones del arte latinoamericano se encuentran repentinamente revalorizadas desde su condición periférica, de margen o de diferencia”[1]. No es extraño que por ello la autora dedique parte del apartado metodológico a resaltar pensamientos de la diferencia, como los de Foucault (“Espacios diferentes”, 1967), Derrida (“La Différance”, Theorie d’ensenble, 1968), Lyotard (Le Différend, 1983) o Deleuze (Differénce et répétition, 1968), que suelen ayudar a enfocar con propiedad este tipo de situaciones paradojales. Pero no se queda ahí el fuste teórico, ni mucho menos; de hecho, una de las cosas que más me ha llamado la atención de esta tesis doctoral es que su epistemología se parece más a la de una universidad norteamericana que a la típica de una española. En su razonamiento, la autora utiliza conceptos que son de uso común en la academia estadounidense (marginalidad, subalternidad, postcolonialismo) aunque sólo se utilizan en las Facultades humanísticas españolas por contados especialistas en cada una de esas materias. Es curioso que mientras que en el discurso de la crítica de arte española las teorías y autores utilizados sean muy abiertas, plurales y diversas, en la crítica literaria académica, con muy pocas excepciones, apenas se haya pasado de los postestructuralistas franceses (y no siempre se ha llegado ahí).

.


Con estos y otros instrumentos metodológicos, la autora hace una doble operación: por un lado, intenta ver la forma (conflictiva, como es normal) en que el arte latinoamericano intenta “centrarse” dentro del panorama internacional, y cómo algunos nodos del tejido del arte mundial (la Documenta de Kassel, por citar un ejemplo), comienzan a mostrar una mayor atención por la otredad, por los artes otros, lo que favorece el diálogo transatlántico y una visión del canon artístico más abierto (p. 588). En un segundo lugar, muestra a partir de la obra de varios autores concretos cómo las obras son en parte hijas de esa tensión margen/centro y exploran críticamente la misma, poniendo lo local en situación de oposición a lo globalizado, pero dentro (y he ahí el oxímoron que también afecta a la literatura latinoamericana) de un juego global de fuerzas. Del mismo modo que muchos (no todos) escritores hispanoamericanos que se quejan del lugar central del mercado editorial español hacen lo posible para terminar publicando en España, algunos artistas también quieren que su discurso artístico, defensor de su lugar otro y de sus esencias locales, se escuche en las ferias de Miami o en las grandes muestras o bienales europeas. Dejando de lado el poco interesante tema del mercado (desde el punto de vista artístico, desde el sociológico es fascinante), lo esencial es cómo la relación de ambivalente pertenencia y ajenidad a un territorio artístico mundial es la nueva koiné, parte del nuevo discurso en el que se mueven, aunque sea para combatirlo, muchas obras de arte latinoamericanas. Para la autora, por ello, es lógico “que presenciemos una movilidad de los espacios expositivos y de los modos en que estos son estructurados, pues el desplazamiento de artistas y de muestras sobre diversos temas acusa -como afirma Mari Carmen Ramírez- de la utilización del arte como capital simbólico dentro de la expansión de la globalización, y que esta ha propiciado un espacio de acción y de intensificación más amplio para el arte latinoamericano” (p. 593).

.


Hans Belting señaló hace ya tiempo que la “Historia del Arte”, como invento europeo que es, corre siempre el peligro de exportar su eurocentrismo crítico cada vez que se aplica a otras realidades. Si el arte global, como decía el pensador alemán, consiste en parte en la destrucción de la idea convencional (europea) del arte, una historia del arte global debe tener en cuenta que “the European model is not a neutral and general tale that could easily be applied to other cultures that lack such a narrative”[2]. La obra de Elizabeth Marín Hernández es consciente de ese peligro y por ello instala estructuralmente mecanismos de correción, como la teoría postcolonial y el concepto de subalternidad, para controlar la imparcialidad de la paralaje y eliminar perspectivas anacrónicas de juicio, así como apriorismos críticos incapaces de comprender qué tratan de aportar, precisamente, esas creaciones hispanoamericanas que reivindican nuestra atención. Una atención que no debe pasar por alto que en este camino de apertura teórica a lo multicultural se han producido muchos excesos, críticos y de otros tipos. Vale la pena recordar estas líneas de El mapa de la sal, de Iván de la Nuez: “se trataba de uno de esos másters globales del que fui excluido años después gracias a la intriga de dos profesores que (…) también se decían multiculturales –imagino que sobre todo debido a que el dinero del curso provenía fundamentalmente de estudiantes latinoamericanos-, aunque eran todo un himno a la cultura local”[3]. La música, por desgracia, es conocida. Habría que saber qué artistas y teóricos eran naturalmente multiculturales y cuántos se apuntaron a la visión más atraídos por las posibilidades crematísticas que por sus propias convicciones intelectuales.

.


La autora delimita las tres sucesivas etapas “diaspóricas” en las que el arte hispanoamericano ha ido apareciendo en el resto del mundo, y las características de cada fase, caracterizadas por una tensión dentro/fuera, por la creciente fe en la modernidad del movimiento y por la clara conciencia de estar repensando la relación con las metrópolis artísticas en términos poscoloniales, subvirtiendo artísticamente los símbolos vigentes hasta el momento (p. 420-427). La autora dedica especial atención al muralismo mexicano, la Antropofagia brasileña y la Escuela del Sur, como movimientos latinoamericanistas (hasta cierto punto, disculpen el basto resumen), y también a otros movimientos más “internacionalistas”, según su definición, concreto-constructivistas y ópticos, que buscaban integrarse dúctilmente en el giro internacional del arte. En el momento actual, y como pasa en el resto de las artes, se contraponen todo tipo de movimientos y la globalización económica y cultural ha atomizado las formas de comportamiento del artista hispanoamericano respecto a su condición de tal. Marín Hernández aborda un tema que me parece de sumo interés: cómo un artista intenta explicarse a sí mismo cuáles son “sus orígenes”. Trasvasando el asunto a lo literario por un instante, los diálogos de los escritores latinoamericanos consigo mismos en los últimos años respecto a qué se considera “crear desde una nación del Cono Sur o de América Central” es casi un lugar común de la socioliteratura actual. Esa reflexión sobre el lugar desde el que uno escribe y su influencia en la obra está presente no sólo en manifiestos como los del Crack o McOndo, sino en casi cada prólogo de cada antología o en cada texto de cada autor. La autora cita algunas opiniones de artistas que revelan la clara conciencia de que señalar el lugar de origen es, incluso en el caso de señalar el lugar de nacimiento, una operación intelectual, una decisión, una declaración casi estética. De ahí que la cita al cosmopolitismo, a la condición de “ciudadano del mundo”, etc., sea un lugar no menos común y elaborado que decir que uno es de tal o cual nacionalidad. También en ese caso hay una pertenencia (¿política?) y una voluntad de arraigo a un entorno reconocible, desde el que ejercer la irradiación artística.

.


Para terminar, tras centrarse en distintos artistas muy diferentes entre ellos (de Doris Salcedo a Gabriel Orozco, de Santiago Sierra a Marta María Pérez-Bravo o Félix González Torres) la autora concluye que “las diásporas artísticas contemporáneas” inscriben “el movimiento como aspecto integrante y fundacional de su ser. Ser con el cual problematizan la elaboración de los espacios de reflexión y de análisis de sus representaciones, a su vez nos permite comprender a los desplazamientos en la formulación de imágenes conscientes, que continuamente realizan diversas puestas en escena, de las materias significantes que se conforman en la interioridad de las obras como producción de sentido híbrido y fronterizo” (p. 603). En conclusión, los movimientos, tanto artísticos como conceptuales y políticos del arte latinoamericano se presentan sustentados en un eje de doble vuelta, donde a cada fuerza en un sentido responde un mecanismo compensatorio de respuesta. Mecanismos que unas veces son simbólicos, y otras subjetivos, pero que en ningún caso son inocentes. Palabras como pureza, seguramente por fortuna, han desaparecido del mapa, y el conglomerado artístico actual tiene la forma de un tapiz neuronal por el que la información, los símbolos del origen, las redes de influencias y, no lo neguemos, el dinero, circulan de una forma cada vez más fluida entre los centros atractores de las metrópolis tradicionales (Kassel, Miami, Venecia) y sus nuevas interlocutoras hispanoamericanas (México D.F., Caracas, Lima, Bogotá). Recuerdo que cuando fui a Medellín en 2009 me sorprendió comprobar que había allí una exposición de Leonardo da Vinci, y también me dejó perplejo que a los antioqueños este hecho les parecía normal. Pensé entonces que algo se había movido, aunque no tenía claro qué. Ahora lo tengo más claro.

.


(Relación con la autora de la tesis: ninguna. Relación con la directora de la tesis: ninguna).



[1] Elizabeth Marín Hernández, Multiculturalismo y crítica poscolonial: la diáspora artística latinoamericana (1990-2000); Tesis Doctoral, Universitat de Barcelona, Departament HIstòria del Art, Barcelona, 2005, p. 3.

[2] Hans Belting, An history after Modernism; The University of Chicago Press, Chicago, 2003, p. 64.

[3] I. de la Nuez, El mapa de la sal; Periférica, Cáceres, 2010, p. 78.