domingo, 31 de enero de 2010

Tres novedades de editoriales independientes


Siguiendo con nuestra continua apuesta por las editoriales independientes, hoy me gustaría hacer referencia a dos, Barataria y KRK, que han editado o van editando algunos libros de narrativa interesantes. Hoy apuntamos dos de Barataria, La casa de cartón (1928), del peruano Martín Adán, y Un año (1934), del chileno Juan Emar (seudónimo de Álvaro Yáñez Bianchi), dos autores latinoamericanos no muy conocidos en nuestro país, y una de KRK, La soledad del cometa, de Luis Rodríguez. Ojalá estas publicaciones ayuden precisamente a difundir como merecen a estos escritores y sus obras.



Luis Rodríguez, La soledad del cometa; KRK, Oviedo, 2009



Interesante primera obra de un “joven” escritor novel de 51 años, Luis Rodríguez, del que no sabíamos absolutamente nada, pero del que ya nos gustaría saber más. El protagonista de esta novela es lo que llamaríamos un sujeto equívoco, alguien cuya identidad no sólo no se aclara conforme avanzamos en la trama sino que se disipa y se desdobla cada vez más. El objetivo de la narración no es delinear su carácter, sino disolverlo. Es una novela que busca todo lo contrario de lo que se proponía la prosa moderna (de la que el autor, sin embargo o mejor dicho sin remedio, parece haber aprendido mucho); y no es que La soledad del cometa pertenezca al posmodernismo literario, sino que sería más bien antimoderna. No en el sentido de Compagnon, sino en el de Cioran. Su posición es la de la duda y la destrucción. Tiene razón el editor cuando apunta que esto no es realismo sucio ni novela social actualizada. Yo hablaría de realismo nihilista. Un Bernhard brutal cruzado con Philip Roth. Muy recomendable.







Un año es una nouvelle extraña, vanguardista, que bebe del creacionismo (Huidobro aparece citado en una nota al pie) y del surrealismo, este último conocido por Emar en su periodo parisino. Vila-Matas, en un artículo sobre Emar que Barataria ha situado como prólogo, relaciona su estilo con el de César Aira, y creo que acierta de pleno; no sólo por la extensión breve de la obra, sino por el humor, la fulgurante imaginación y la libérrima actitud a la hora de componer, que lo mismo lleva a Emar a realizar una descripción naturalista de una plaza que a relatar un vertiginoso descenso a las profundidades de la tierra a lomos de una planta.





Respecto a La casa de cartón, de Martín Adán, reproduzco algunos fragmentos del prólogo que he escrito para el libro:





(…) Martín Adán es un personaje poco conocido en España; apenas los estudiosos de la poesía de vanguardia latinoamericana conocen este nombre, bajo el cual se esconde el escritor Rafael de la Fuente Benavides (Lima, 1908-1985), un poeta bohemio y atorrante similar a los Armando Buscarini o Pedro Luis de Gálvez que en fechas parecidas poblaban los cafés madrileños. De hecho, sobre Adán se escribió que “en cualquier café o bar de Lima es posible encontrar, perdido entre la múltiple fauna urbana, a un hombre descuidado en su traza y su traje (...) Sumido en sí, huidizo y sardónico, encasquetado un sombrero deforme, cubierto por un sobretodo basto, con la barba crecida”[1]. Un hombre anegado en alcohol que visitaría diversos sanatorios mentales. Pero, más allá de su tendencia autodestructiva, era un hombre sensible, muy inteligente, y un excelente poeta, como puede verse en La mano desasida, un libro de ocho mil versos escrito a partir de las ruinas de Machu Picchu. (…)





La casa de cartón es la piedra fundacional de la vanguardia peruana, en varios sentidos, pero también era una despedida de estructuras coloniales, tanto en la forma como en el tema. La visión de unos días en el balneario de Barranco, con un tono entre decadentista y onírico, con un lenguaje entre visionario y dannunziano, recorre estas páginas tocadas por la gracia, preñadas de referencias al psicoanálisis y de una agudeza de observación aún contemporánea. (…)





El resultado de todo este venero catedralicio y vanguardista, tradicional e innovador, limeño y europeo, etéreo y pétreo, es una prosa que recuerda por momentos a la que en esos mismos momentos hacía al otro lado del océano Ramón Gómez de la Serna: “el bigote, ceniciento, de guías doradas, que parecía brotar de las fosas nasales como una dura humareda de alquitrán”, si bien la percepción de Martín Adán tiende a la puntual trascendencia de la mirada, a una metafísica rara de ver en el autor madrileño (…)







El precio de estos tres libros juntos creo que no supera los veintinueve euros o treinta y cinco dólares. Si los 16.000 lectores de este blog invirtieran esa cantidad, que me parece comedida y razonable, e incluso menos dinero, todos los meses o los meses que pudieran, en libros de calidad de editoriales independientes, se produciría un significativo impacto en el sector. Un sector que requiere de los lectores de auténtica literatura (también la hay en editoriales de grandes grupos, por supuesto) un apoyo real y tangible, sobre todo en estos tiempos de crisis económica.




[Relación del crítico con los autores reseñados: ninguna.

Relación con la editorial KRK: ninguna. Relación con Barataria: me encargaron el prólogo de La casa de cartón]











[1] Sebastián Salazar Bondy, “El conflicto vital de Martín Adán”, Mercurio Peruano, Lima, nº 388, agosto 1959, pp. 344-346; citado en E. Mª Valero Juan, “Sobre alturas y abismos, Neruda y Martín Adán”, América sin nombre, nº 7, Universidad de Alicante, diciembre 2005, p. 102.

viernes, 22 de enero de 2010

Pasadizos entre cajeros automáticos

“Mientras la lengüeta se tragaba el chip y los mecanismos atacaban su concierto gangoso, me separé un paso de ese monumento a la abstracción. Aunque quería reunir toda mi integridad, ya se me había encogido el alma y sentí que brotaba la oración híbrida que he ido componiendo con la larga experiencia de estos trances. Escúchame, cajera automática, musité. Mole condescendiente con el tecnófobo. Delegada del plutócrata avariento. Agiliza, por favor, las evoluciones de tu sistema neumático”

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Marcelo Cohen, Donde yo no estaba; Norma Editorial, Buenos Aires, 2006, p. 29.

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“Es un hombre que camina solo por el barrio. Un martes por la mañana a la hora en que los demás trabajan. Que mira su teléfono móvil comprobando que funciona correctamente, que tiene suficiente batería y cobertura. Que todavía puede controlar la situación. Es un hombre a la espera de noticias, que ha salido de casa porque necesita pensar, pensar en algo. Su mujer lo mira desde el balcón con el niño en brazos, el camisón deja entrever los pechos caídos de la maternidad. Pechos una vez de brillantina, la locura de la sala de fiestas, todos esos hombres y sólo tú, con tu cara de pájaro. Ven aquí, voy a llevarte lejos de este infierno, tengo negocios. El mismo hombre que hoy se arrodilla en el cajero automático y que suplica, perdónanos, Señor, perdónanos".

Pablo García Casado, “Sevilla Este”, Dinero; DVD Ediciones, Barcelona, 2007, p. 46.

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“Me dirigí al cajero automático para verificar mi saldo. Inserté la tarjeta, tecleé mi código secreto y mecanografié la solicitud. La cifra coincidía aproximadamente con mis previsiones (…) Me sentí inundado por una oleada de alivio y gratitud. El sistema había concedido su bendición a mi existencia”

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Don DeLillo, Ruido de fondo; Seix Barral, Barcelona, 2006, p. 67.

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Los subrayados en negrita son nuestros.

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domingo, 17 de enero de 2010

Premios a los mejores blogs

Acaban de comunicarme que esté blog ha sido nominado a los PREMIOS REVISTA DE LETRAS en la categoría de MEJOR BLOG DE CRÍTICA LITERARIA.

Si alguien desea votar por Diario de Lecturas, la dirección es:

http://www.revistadeletras.net/votaciones/
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Dentro de la misma página se puede votar también por los mejores blogs de creación y editoriales.
Gracias por la nominación y por las posibles votaciones.
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sábado, 9 de enero de 2010

Pasadizos entre Avatar y las Soledades de Góngora




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Lo esencial de un poeta es que nos construya un mundo.


Ezra Pound


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en el papel diáfano del cielo


Luis de Góngora


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Voy a intentar explicarme. Siempre que releo el Polifemo o las Soledades pienso en el número de horas que dedicaría mi ilustre paisano don Luis de Góngora a cada verso. Ese tiempo, por supuesto, no incluiría sólo el lapso de redacción; es necesario pensar en las horas de lectura, reflexión e imaginación previas que lo engendraron. ¿Podríamos calcular treinta, cuarenta horas para cada verso? Podríamos.



El pasado miércoles veía, como siempre que puedo, el programa nocturno de David Letterman, uno de esos extraños programas norteamericanos (como 60 seconds, como Jeopardy, como el fantástico Saturday Night Live) que llevan en antena más de treinta años de forma ininterrumpida. Entrevistaba el cómico a Sigourney Weaver, actriz de Avatar, y ella desveló que cada fotograma (cada uno de los 24 que tiene un segundo de película) había supuesto 45 horas de trabajo al equipo.



Pensemos en este fragmento de las Soledades, una tirada de versos de la Soledad II que se cuenta entre mis partes preferidas:


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laberinto nudoso, de marino


Dédalo, si de leño no, de lino


fábrica escrupulosa, y aunque incierta,


siempre murada, pero siempre abierta.


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Serían imaginables otras formas de describir unas redes lanzadas desde un barco, muchas de ellas más fáciles y directas, pero pocas más precisas y hermosas que las elegidas por Góngora. Nada hay casual en esos versos, ni semántica ni versal ni tónicamente, e incluso la inclusión de sintagmas como “de leño no” iría dirigida, según algún comentarista (no recuerdo ahora si Micó o Jammes), a evitar confusión con términos relativos a la madera que podrían resonar en “nudos”. Sí, Góngora es así de complicado. El primer verso de las Soledades, el famoso “Pasos de un peregrino son errante”, es uno de los endecasílabos más logrados y polisémicos de nuestra lengua, pudiendo apelar, al menos, a tres realidades diferentes.



Salí de ver Avatar en 3 dimensiones con una sensación ambivalente y contradictoria. Por un lado había asistido a un espectáculo magnífico, con momentos sobrecogedores. Había visto cosas que no sólo jamás había contemplado en una sala de cine, sino que jamás pensé contemplar. Por otro lado, tenía también la inconfundible sensación –y no era la primera vez con Cameron– de haberme tragado una película normal, un melodrama montonero y predecible, un producto muy habitual en el cine hollywoodiense.



Tras mucho pensar, creo que el “problema” es que ambas sensaciones son perfectamente compatibles. Y por eso me acordé de Góngora. Como todo poeta cordobés, odié a Góngora hasta cierta edad. Supongo que a los vates granadinos les sucederá lo mismo durante un tiempo con García Lorca, hay sombras que asfixian al principio. En los cursos de doctorado descubrí una poesía absolutamente magistral, insuperable en lo técnico y con momentos de gran belleza y sentido del humor, aunque no es el tipo de poesía que a mí me alimenta ni como lector ni como creador. Me gusta la complejidad literaria, pero otro tipo de complejidad, no exactamente la de Góngora. Lo que intento decir es que Góngora, aunque no me llegue como me llegan otros poetas también complejos y maestros (como Celan o Ashbery o Mallarmé o Juan Ramón), me asombra y me fascina por su poder técnico, por su inigualable virtuosismo constructor. Y eso es lo que llama la atención de Avatar. Lo que me deja perplejo, lo que me hace olvidar la medianía de la historia de fondo, su épica que da la impresión de estar muy vista, sus evidentes referencias sociohistóricas, su rala fábula. De Avatar me gusta y me asusta su absoluto dominio de la imagen. El tratamiento de la imagen, de la misma forma que Góngora trataba, sojuzgaba y maltrataba a la palabra y a la imagen (poética). Los que me siguen ya saben que no soy muy fan de Dámaso Alonso (un error al teclear me ha dejado la impagable errata Dámalo Asonso), pero en cuestiones gongorinas hay que reconocer el genio interpretativo del poeta profesor. Y este párrafo suyo nos abre una nueva e inesperada conexión más entre las Soledades y Avatar: “Góngora tenía un sentido exacto (…), nítido, trasluciente (…) en su hiperrealidad: los colores, su densidad: los aromas adquirían cualidad de color o nostalgia, los movimientos descompuestos en la rutina y en la selva confusa de su poesía entremezclaban (...) realidades por medio de la metáfora”[1]. Quienes hayan visto Avatar habrán reconocido al momento la selva hiperreal creada por Cameron y su equipo, su capacidad de crear mundos, de destacar y definir colores, tanto reales como inventados, opacos o fosforescentes, formas estáticas o en movimiento, paisajes. Cameron construye un mundo creíble, fantástico y plausible a la vez, donde la experiencia del espectador es la de encontrarse realmente dentro del mismo, pero no por el efecto óptico de las tres dimensiones, sino porque lo que se alcanza a los ojos es tan vívido que parece que puede tocarse. Cameron vuelve sensual la naturaleza. Y pocos directores son capaces de hacer eso.



Algunos me dirán que una película no se salva por su brillantez técnica, que se requieren más cosas. Nada que objetar. A ellos les diría que Avatar no tiene por qué ser una buena película. Pero la cuestión es otra: ¿y lo que aporta? Porque aporta una visualidad fascinante, un tratamiento de la imagen de síntesis que consigue, según el agudo apunte de Alvy Singer, que la actriz Michelle Rodríguez parezca un efecto especial, algo crudo en su carnalidad real, frente a la elaboración exquisita de los demás objetos filmados. Como escribió Jordi Costa en su reseña de esta película, “en cierto sentido, exigir que Avatar acompañara su excelencia técnica con un discurso innovador y rupturista sería algo parecido a esperar que ese tren que llegaba a la estación de Ciotat hubiese venido cargado con las primeras bobinas (venidas del futuro) de la aún nonata Ciudadano Kane (…) La película es puro Cameron en su fusión de fetichismo tecnológico y mística New Age –los componentes esenciales de Abyss (1989), sin ir más lejos-, pero sus toques de genio trascienden tanto su estética como su contenido y están en la virtuosa aplicación del motion-capture y en su capacidad de simular una experiencia de inmersión hiperrealista en la materia esquiva de los sueños”. Así que sí que hay algo. Cameron quizá no sea un gran cineasta, pero es un gran arquitecto. Domina como nadie los materiales de construcción. Sabe pulir cada piedra visual hasta colocarla en su espacio exacto. Inventa materiales nuevos, y técnicas nuevas para ensamblarlos con las imágenes convencionales. Y la arquitectura es un arte. Jorge Guillén hablaba de “lenguaje construido”[2] cuando se refería a la poesía de Góngora. Creo que ya se me entiende.










[1] Dámaso Alonso, Cuatro Poetas Españoles; Gredos, Madrid, 1967, p. 65.



[2] Citado en Andrés Sánchez Robayna, La luz negra; Júcar, Madrid, 1985, p. 58.

miércoles, 6 de enero de 2010

Warburg


Aby Warburg, El ritual de la serpiente; Sexto Piso, Madrid, 2008




Mi primera noticia de Aby Warburg (Hamburgo, 1866 – 1929) me llegó mientras leía hace muchos años el magnífico ensayo de Edgar Wind, La elocuencia de los símbolos (1983), donde el retrato de la figura (y de la biblioteca) de Warburg que hacía Wind me cautivó desde el principio:


“A pesar de una considerable vena de melancolía en su temperamento, que desde los primeros años le hizo presa fácil de ataques de abatimiento y depresión nerviosa, Warburg no era un introvertido malhumorado, sino solamente un ciudadano del mundo que, sabiéndose poseedor de un caudal intelectual y económico, desempeñó su papel con un entusiasmo expansivo y con un gran sentido del humor, por no hablar de la considerable dosis de vanidad personal que siempre caracterizó su porte. Admirado en su juventud como un bailarín espléndido, llegó a ser conocido cuando estudiaba en Bonn como uno de los más tumultuosos estudiantes juerguistas”[1]



Warburg fue, además de uno de los grandes estudiosos de la imagen simbólica, mecenas, erudito, coleccionista de libros, historiador del arte, lector universal. Lo que me conquistó de su persona fue que renunciase a su parte en un banco que legara su padre a favor de su hermano, pidiéndole a este a cambio que le fuese comprando todos los libros que necesitase durante su vida. Enis Batur esa anécdota cuenta en su breve y ameno ensayo Las bibliotecas de Dédalo (Errata Naturae, Madrid, 2009, p. 69) y recoge una frase memorable de Warburg: “no puedes establecer como norma que el libro que buscas es siempre el que mejor cubre tus necesidades. El que tiene justo al lado puede ser una elección mejor”. He leído sobre Warburg y sobre las aventuras de su fabulosa biblioteca de 80.000 volúmenes [imagen arriba a la izquierda] a través de Wind, de Batur, de Gombrich, de Didi-Huberman, y últimamente de Fernando R. de la Flor que lo cita mucho y bien en su interesante ensayo Giro visual (Ediciones Delirio, Salamanca, 2009). Fue precisamente en este último ensayo donde supe que Warburg había escrito un texto sobre los indios pueblo de New Mexico, y sobre sus danzas típicas, a las que he podido asistir en persona.




El libro en cuestión es El ritual de la serpiente, que publicara ese lujo editorial que es Sexto Piso. Warburg planteó la escritura de esta conferencia como un desafío personal, para demostrarse y demostrar que, después de un largo estadío en el sanatorio mental de Kreuzlingen, estaba en condiciones mentales de volver a la investigación y al mundo. Diría que a la vista del texto puede comprobarse que el sabio superó la prueba con creces. A partir de una serie de fotografías tomadas en su visita a los pueblos indios en 1895, Warburg analiza, partiendo de los rituales y tradiciones indios de la zona sur de Estados Unidos, cómo el símbolo de la serpiente es uno de los más poderosos y enraizados en las culturas ancestrales. Y así es, desde luego: amén de los antecedentes que cita Warburg, debemos recordar que desde la tradición bíblica a la nórdica del Uroboros, pasando por la alquímica que la relaciona con Hermes o el Agatodaimon griego[2], sin olvidar su profuso tratamiento poético y narrativo (de Horacio Quiroga a César Aira), la serpiente conecta con el inconsciente y la psique profunda precisamente porque apela, como señala con agudeza Warburg, a lo enterrado, a lo que vive por debajo del suelo y sube para traer la muerte (p. 51). Warburg estudia también sus conexiones con lo religioso y establece paralelismos con otras culturas, con una metodología con la que no es preciso estar de acuerdo para disfrutar. A título de anécdota, comentaré que la foto de los danzantes indios vestidos de antílope recogida en la página 29 podría pasar por actual, 110 años después: los trajes de los celebrantes y la disposición de los cuerpos en el baile es exactamente la misma que cuando yo los vi el pasado año.

La inteligencia del planteamiento, la elegancia del estilo de Warburg y la cuidada edición de las fotografías y los textos llevada a cabo por Sexto Piso (que sólo tiene un fallo, el excelente epílogo es de Ulrich Raulff, pero en la página 67 aparece el nombre de Ulrich Tabbi) nos hacen recomendar vivamente este libro.




[Relación con el autor reseñado: ninguna.

Relación con la editorial del libro: ninguna.]




[1] E. Wind, La elocuencia de los símbolos; Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 16.

[2] Cf. Carl Gustav Jung, Mysterium coniunctionis. Obra completa, vol. 14; Trotta, Madrid, 2002, pp. 19-20.